Panes artesanales elaborados en un obrador de Villanueva de la Serena.HOY
Oda al pan: a la memoria de Almudena Grandes
RECORDANDO ·
Besa el pan, que es pan de Dios, nos decían nuestros mayores, porque ellos carecieron en algún momento de él, porque quizá tuvieron que correr tras un mendrugo cuando los aviones del enemigo los lanzaba desde el cielo.
Cuando chiquillo una de grandes tareas que teníamos era tirar piedras a la Laguna; de todos los que un día vimos La Laguna con agua, ese es nuestro recuerdo. Acudían patos para aprovechar su estanqueidad y nosotros dale que te dale para verlos correr, otras veces probábamos puntería con la lancha como diana que sobresalía en medio del lago. Años después la vimos desaparecer y de aquello solo nos queda el recuerdo, como recuerdo es, cuando la infancia se iba diluyendo para adentrase en esa edad indefinida preámbulo de la adolescencia, que lo que más nos gustaba era jugar al fútbol, a la pelota como decíamos. Jugar a la pelota es un escalón inferior que jugar al fútbol. Al fútbol jugaban los que jugaban con balones de badana, simulacro de cuero, que se deterioraban en los primeros envites, pero daban el pego; los de cuero, los de «reglamento» eran palabras mayores. Tuvieron que pasar años para patear alguno.
A la pelota jugábamos porque era una esfera de goma la que sufría la rabia de tanto futbolista en ciernes. A su propietario se le agasajaba con consideraciones para que dejara jugar a los demás ya que él, como dueño, actuaba con mando en plaza. A veces, pocas, alguien llevaba una conocida como «Gorila», no más grande que la que hoy es la de tenis. Tenía prestigio el que la poseía, pues partía con el aditivo de unas estupendas y envidiadas botas. La pelotita «Gorila» venía como añadida a tan prestigiosa compra, un signo de distinción, de diferencia y no exenta de encender envidia.
Se organizaban partidos interminables, los capitanes, los más avezados, echaban a suerte la elección de sus jugadores con un peculiar sistema. A una distancia de varios metros cada uno avanzaba un pie tras otro en línea recta, obteniendo el premio de la primera elección el que al final montaba el pié sobre el del contrario. Aunque el método era sencillo, no estaba exento de triquiñuelas. Los que en envites anteriores habían adquirido cierto prestigio eran los primeros elegidos, aunque siempre jugábamos todos.
A veces, al ejido de las eras llegaban muchachos de barrios limítrofes, y el partido perdía toda trascendencia amistosa y se transformaba en un «desafío» donde se discernía algo más que un resultado. Era la hora de los mejores, cosa difícil de determinar y siempre quedaban descontentos mirando. La distribución de jugadores en el campo era muy aleatoria y todos corríamos de aquí para allá, sin mucho orden o táctica preconcebida. El único puesto fijo era el de portero, al que se le condenaba a mostrar sus habilidades, reflejo y valentía, entre dos piedras que hacían de portería, cuyas dimensiones estaban sujetas a alguna que otra pillería.
Al ser un puesto muy definido pocos querían serlo, salvo que a alguno le gustara por vocación y demostradas dotes, lo general era que la responsabilidad recayera en los menos avezados o timoratos. Y así, cuando venían mal dadas, su actuación se le afeaba con aversión crítica por las propios compañeros, descalificando sus torpes aptitudes con el peyorativo: «tú quítate, que no paras un pan roando».
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Tardé mucho en entender la jerga y saber de su origen. La sociedad del momento era poco comunicativa y muy reservada, la de una España gris llena de mujeres de negro. Aunque ya no era preciso, en los aparadores de muchas de las casas aún se conservaba la cartilla de racionamiento que sirvió de salvoconducto para la supervivencia y gatera de la especulación.
En la tahona se quemaba la jara que impregnaba las mañanas de pan nuevo, de ruidos de herraduras en el empedrado y susurros de vecindario. El pueblo se despertaba, con el dolor de la pesadilla pasada, aún muy presente. Las heridas tardan y tardarían mucho tiempo en cerrarse.
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No sé cómo calificar los estratos sociales del momento, no sería ecuánime en diferenciarlos entre vencedores y vencidos, el concepto quedaba fuera del alcance de los niños, de lo que sí seríamos conscientes más tarde, a la vez que madurábamos.
La pobreza no era motivo para avergonzarse. Todos éramos pobres, pero con jerarquía porque había menos pobres, pobres y pobres de solemnidad. El «Perdone usted por Dios», era la cantinela que oímos los que jugábamos en la calle. Cantinela repetida una y otra vez en la sucesión de personas que perseguían un mendrugo para llevarse a la boca. No eran dos ni tres los que golpeaban la puerta; los pobres de solemnidad, eran cientos, cientos los desahuciados de la fortuna, los empujados por la guerra, los perdedores. De solemnidad; la solemnidad, palabra contradictoria, grandiosa en lo sagrado y en lo público, definitoria de la pobreza absoluta, del que no tiene nada, como si la pobreza en sí considerara todos los respetos. En la perspectiva que da el tiempo uno fue entendiendo muchas cosas. Y así aprendí a saber el significado de aquel dicho malintencionado dirigido al portero permisivo.
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Pluma femenina
Me ha permitido rebobinar estos recuerdos una de mis últimas lecturas. Es un libro que yo encuadraría dentro de la literatura social y realista actual, escrito por la pluma femenina más brillante y comprometida del arco literario español: Almudena Grandes por «Besos en el pan.» A todos nos enseñaron a besar el pan. El Pan concreto, y genérico de todo lo que consideramos necesario. El Pan nuestro de cada día… principio de nuestros principios.
Besa el pan, que es pan de Dios, nos decían nuestros mayores, porque ellos carecieron en algún momento de él, porque quizá tuvieron que correr tras un mendrugo cuando los aviones del enemigo los lanzaba desde el cielo para mermar la capacidad de resistencia de los sitiados. Sí, puede ser que alguno rodara, muchos se lanzarían a por él, dejando en ello vida o dignidad. Ahora comprendo el significado. Es por lo que a nuestro portero lo descalificábamos, con crueldad, como el más inútil de los inútiles. Sería por eso por lo que nuestros padres nos enseñaron a besar el pan.
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Hoy las tahonas no alimentan el horno con jara, ni repiquetean las herraduras en el empedrado, ya casi ni se barre la puerta, aquello quedó atrás, temo que ni siquiera amasen la harina, que se limiten a hornearla pre cocida, un signo claro de una nueva decadencia, lenta y progresiva, silenciosa. Los niños ya no besan el pan, ni nacen con un pan bajo el brazo, lo santificado se ha ido desplazando y ahora no radica en el pan. Una lástima.
Leí hace poco, una cita de la que no recuerdo a su autor, que decía: «…que cuando se desvanece toda noción de lo sagrado es imposible para el hombre establecer una verdadera jerarquía de valores». Algo tiene de razón, como tiene razón Almudena Grandes. Hemos perdido el respeto al pan, nuestro pan de cada día no es lo que era, lo hemos desplazado, sustituido por otras prioridades que suplen otras necesidades a veces creadas o ficticias. La vida, aunque placentera en apariencia, nos lo está quitando y se vuelve cruel y torticera orientándonos a muchos de lo que ahora consideramos principios inamovibles e imprescindibles de nuestra existencia. Y cuando nos falten, que pueden faltar, quizá nuestros hijos aprendan por qué sus abuelos nos enseñaron, cuando éramos niños, a besar el pan. Esperemos.
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